Literatura

Literatura y enfermedad

La Literatura es enfermedad. Esos cuerpos psíquicos que ejercita el escritor son delirios, trozos del espejo roto. Memorias fraccionadas de su propia vida. Este caleidoscopio refleja una ficción, a partir de una realidad reprimida o distorsionada por el paso del tiempo. Lo virtual del verbo esconde sangre. Las palabras pretenden latir en un corazón artificial. Su intención es esconder la confesión del escritor. Se escriben las letras como gotas febriles del monstruo dormido, hecho de retazos desenterrados de las tumbas del olvido.

¿Por qué?

Literatura y enfermedad se engloban en un solo concepto. Hacen una simbiosis perfecta.  El acto de crear mundos ficticios, a partir de una realidad psicológica, presupone el viaje al interior de la mente, explorando sus cavernas. Es arqueología. La luz se desprende de la curiosidad pero su sombra es el miedo.


El acto de crear mundos ficticios, a partir de una realidad psicológica, presupone el viaje al interior de la mente, explorando sus cavernas. Es arqueología. La luz se desprende de la curiosidad pero su sombra es el miedo.


©Valerie Hegarty


El recorrido exige cierto tipo de ánimo. Abrimos la caja que guarda las emociones. Palpamos los estados del espíritu, que despiertan o se duermen. Luchamos contra obstáculos, nuestras resistencias inconscientes. 

La Literatura es un tipo de ejercicio, que llevan a cabo los organismos vivos que cohabitan en el alma. Sus dolores son proporcionales a la intensidad que se imprime en el desarrollo de cada una de sus fibras.  Al producir Literatura, se le enseña al lector las huellas de una existencia disfrazada, que deja colar olores y matices, ricos en remembranzas que causan empatías en los demás. 

La Literatura es un tipo de ejercicio, que llevan a cabo los organismos vivos que cohabitan en el alma. Sus dolores son proporcionales a la intensidad que se imprime en el desarrollo de cada una de sus fibras.



El lector que se aventura en una historia está penetrando un túnel, que conduce a la psique del escritor. Los personajes, tramas, escenarios, ritmos y tiempos son árboles de un bosque, en donde en cualquier momento descubrimos secretos escondidos; y de pronto se encienden las luces. 



Los personajes, tramas, escenarios, ritmos y tiempos son árboles de un bosque, en donde en cualquier momento descubrimos secretos escondidos; y de pronto se encienden las luces. 


Toda Literatura es autobiográfica. Tanto desde la óptica del escritor, como la del lector. Aún en los relatos fantásticos, estamos frente a una Literatura Realista, donde el término “ficción” es una quimera. Una historia parte de un referente existencial: memorias, experiencias, sueños, éxitos y fracasos, esperanzas e ilusiones perdidas. Los ingredientes que se emplean para cocinar la obra creativa son elementos de la vida y de una realidad singular, de la cual es imposible escapar. Al leer el Quijote, por ejemplo, no podemos dejar de percibir las coincidencias entre los periplos y el destino del «Caballero de la triste figura» con su creador: Miguel de Cervantes.


El escritor –  aunque escriba sobre extraterrestres, viajes al centro de la Tierra, niños magos y sensuales vampiros –  siempre está narrando la realidad de alguna de sus cavernas mentales, formada a partir de una referencia vivida.  Y el lector no se queda atrás. Al coger un libro e iniciar su viaje, solo puede sobrevivir si encuentra allí una brújula, que le apunte hacia el norte de sus emociones, relaciones empíricas de su propia vida.


La fatalidad del Realismo en la Literatura constituye un síntoma: el ansia reprimida de inmortalidad. Consiste en una lucha contra la muerte, el destino de la enfermedad. Ese estado de nihilismo se hunde en un abismo de interrogantes sin respuesta. El hombre sano le rehúye a la muerte, en una obsesiva carrera hacia atrás. Se le ignora, como si fuera algo que solo le pasa al otro, por no haber corrido suficiente o no estar entrenado para la carrera. 



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La Literatura es enfermedad. Esos cuerpos psíquicos que ejercita el escritor son delirios, trozos del espejo roto. Memorias fraccionadas de su propia vida. Este caleidoscopio refleja una ficción, a partir de una realidad reprimida o distorsionada por el paso del tiempo. Lo virtual del verbo esconde sangre. Las palabras pretenden latir en un corazón artificial. Su intención es esconder la confesión del escritor. Se escriben las letras como gotas febriles del monstruo dormido, hecho de retazos desenterrados de las tumbas del olvido.   



¿Quién es el hidalgo Don Quijote? ¿Es el señor Alonso Quijano, luchando contra molinos de viento, transmutado a caballero de la Mancha, salvando doncellas inexistentes, mientras vive aventuras excitantes? ¿Quién delira? ¿El lector de libros de caballería, o el héroe épico que derrota a los dragones imaginarios?  ¿Quién es el enfermo? ¿Acaso Cervantes, escapándose de sí mismo, huyendo de un aburrimiento que tanto se asemeja a la muerte?



¿Qué es la locura? ¿Vivir la vida convencional – autómata imitador de modelos –  o hacerlo al revés, alejándose de los estereotipos, coqueteando con la fantasía?  Sancho sigue a su amo y la cercanía con el delirio le seduce. Al final, la enfermedad del Quijote es contagiosa y el escudero rechaza el regreso a la normalidad, que ahora siente como la auténtica locura.


Algunos astrofísicos afirman la existencia de multiversos, cada uno con once dimensiones. Esta multiplicación de espacios es capaz de duplicar, triplicar y llevar hasta el infinito las alternativas de que en otros universos estemos experimentando vidas paralelas. Efecto Mariposa. Las cosas que no pasaron en esta vida quizás sí sucedieron en alguno de los otros universos. Vidas paralelas, donde quizás sí pasó eso que hubiera ocurrido, si en vez de hacer esto hubiera hecho lo otro. Porque en ese universo, tomé la decisión de no hacer aquello que sí hice en este universo, donde tengo mi conciencia. 



Cada uno de nosotros experimenta su propio mundo. Aún en el mismo espacio – tiempo, la realidad que percibe Pedro es esencialmente diferente a la que percibe María.  No sería descabellado afirmar que la vida es una forma de esquizofrenia. Una enfermedad crónica e incurable que solo termina con la muerte. ¿Y entonces qué le queda a la Literatura? Crear otro universo. Paralelo a la realidad del escritor, pero igual de ficticio. Y esto es lo que hace que toda Literatura sea Realista y también una paradoja.



La Literatura es la vida del escritor en otra parcela del multiverso. Es la teoría de los universos paralelos materializada en el acto creativo. Los personajes, tramas y escenarios son los trozos de un espejo. Fichas incompletas de un rompecabezas que intenta armarse. Emerge una suerte de Frankenstein espiritual. La bestia es creada en las entrañas del escritor. Se desatan los demonios. El escritor intenta maquillarlos para que luzcan hermosos.  A veces funciona y el monstruo cubre su desnudez con brillantes ropajes.


Toda Literatura es la racionalización del absurdo, como la vida. El escritor procura darle armonía a un caos psíquico, provocado por el sinsentido de las cosas. Está afectado por el ansia reprimida de vivir eternamente.  No es casual que el tema de la enfermedad tenga como alter ego a la inmortalidad. Es un tema recurrente en la historia de la Literatura, en cualquier espacio – tiempo

Homero quiso retar a la inmortalidad. Hizo que Odiseo rechazara la oferta de la hermosa Calipso.  Glorificando la importancia de la moral –  vivir una vida digna –  el poeta griego racionalizó el ansia que tenemos por la juventud eterna. Para Homero, el mérito consiste en vivir decentemente, venciendo el temor a la muerte.  


Dante Alighieri

En la racionalización del miedo a morir, Dante llega más lejos que Homero. Describe al detalle cómo es el mundo de los muertos. Nos insta a darle sentido a la vida, a partir de una conducta que nos salve del infierno.  La Biblia también es prolífica en enfermedades. Éstas son causadas por el pecado.  El hombre y los pueblos se enferman porque merecen ese castigo divino. Fueron vidas que no cumplían con el dogma prescrito.


Hallamos esas mismas huellas en la Literatura de cualquier época.  Es la carrera para atrás. Corriendo contra la muerte. Sombras del alma, proyectadas en los mitos y las leyendas, en sátiras y parodias, en las épicas y epopeyas, en comedias y tragedias. Son los arquetipos del hombre, antropológicamente codificados en el ADN del escritor.


Caronte

La Literatura Clásica, Medieval, Renacentista, Barroca, Romántica, Realista, Modernista, Vanguardista y Contemporánea, conforma las ramas de un solo árbol, de frutos variopintos. El núcleo es idéntico: la búsqueda del sentido de la vida. Algo que explique la muerte, que la justifique.  Al final, siempre es un demonio maquillado. Se disfraza la angustia de vivir, esa ansiedad por una inmortalidad negada.


Uno de los mejores ejemplos de esta afirmación lo encontramos en “La Muerte de Iván Ilich” (1886).

La Muerte de Iván Ilich

Leon Tolstoi (1828 – 1910)


León Tolstoi fue el escritor más universal de su tiempo. Su éxito fue el síntoma de una enfermedad. También fue contraída por sus lectores – como le pasó a Sancho con su señor Alonso–.  La enfermedad de Tolstoi fue su existencia. Su vida fue un tormento. El divorcio entre eso que deseaba ser y lo que efectivamente terminaba siendo nunca le dio paz.  Deseaba ser humilde, pero nació aristócrata. Amaba la castidad, pero tercamente sucumbía a las tentaciones de la carne.  Entendía el valor de la fidelidad, pero engendró hijos bastardos. Pontífice de los valores de la vida, en su hogar marital se respiraba desprecio y abandono. Y al final, la huida definitiva. Todo lo dejó atrás.



Éxitos mundanos, esposa, hijos y sociedad se reflejaron en el retrovisor de un automóvil existencial, con rumbo desconocido. Era su alucinante carrera de escape. Tolstoi huyó de los convencionalismos sociales y su pretensión de robotizar al hombre. Esa vida burguesa, en apariencia tan cómoda y envidiada, era el síntoma de una enfermedad incurable.  Y en su personaje Iván Ilich, palpamos esa enfermedad llevada al paroxismo.



Iván ambiciona el éxito: un cargo encumbrado, la esposa perfecta, una casa con el mobiliario de las clases altas, hijos obedientes, colegas envidiosos y dinero.  Todo lo logra. Pero en el cénit de su éxito, aparecen las costuras de una realidad, cosida con la tela de los convencionalismos. Nuestro personaje se enferma. Su mal es esquivo. Los médicos no dan respuestas, solo pretenden curar con palabras huecas, salpicadas de prepotencia. 



La enfermedad va penetrando cada ranura de la existencia de Iván, afectando sus percepciones de la realidad.   Su persona salta a otro universo. El Efecto Mariposa activa eventos sucesivos y sus emociones sufren una mutación, volviéndose niebla.



Como las arañas, la enfermedad de Iván teje su red.  Y allí quedan atrapadas sus frustraciones. La esposa se transforma en una tortura terca. Su hija, solo piensa en sí misma. El niño está en la escuela. Solo Gerasim, el sirviente, le mantiene conectado con el mundo de los vivos.  Iván medita sobre su infancia y años sucesivos, develándose el secreto: Su vida no tuvo sentido.




A medida que recorre los capítulos de su biografía, entiende que el proyecto fracasó. Hizo el depósito de su vida en un Banco equivocado.  Los hombres están disfrazados y la sociedad es el baile de máscaras. Las cumbres no son cumbres. La carrera estaba invertida. Esa montaña de ambiciones, que alguna vez erigió con orgullo y tenacidad, no le condujo al cielo. Escaló sí. Pero al infierno.  Su vida transcurrió en un teatro de mentiras.

Y así, la existencia del autor y su personaje se fusionan. Es una simbiosis especular, el espejo donde las ficciones reflejadas se gestaron en las entrañas de un hombre de carne y hueso.  Su vida es el síntoma de una enfermedad mortal y paradójica. Ya no es niño. Los años que ahora recuerda son hojas secas y frutos marchitos. Aquel niño fue enterrado por un joven ávido de aceptación y éxito. La confusión fue reprimida con la imitación, copiando los modelos del canon social. El adulto aparece en la memoria luciendo su disfraz y bailando en un teatro de espejos. La máscara se funde con el rostro y borró las facciones auténticas. 



La carrera de la vida es el combate para vencer a la muerte. Quizás allí reside la inclinación a la mentira. Viviendo de las ilusiones se despita al destino, pero solo en el teatro de máscaras, porque en el real se va tejiendo la enfermedad. La vida deja de serlo cuando el fin perseguido es la luz artificial que desprenden los otros. Ese delirio llamado «éxito» es esquizofrénico.



El hombre siente que progresa. La gloria y sus aplausos son un narcótico que engaña. Pero al final gana la venganza del destino. Es implacable. La conciencia se burla con su quisquillosa sensación de fracaso. La enfermedad de Iván Ilich es la certeza de una vida inútil. El hombre llega a la meta comprendiendo que huyó de lo auténtico y así su existencia real siempre estuvo muerta.


La vida de Leon Tolstoi es elocuente. Literatura y enfermedad son síntomas del mismo mal.  Las letras disfrazan la verdad del escritor y dan vida a los multiversos. Infinitas realidades de un único ser, respirando simultaneamente en mundos paralelos. Quizás mimetice una realidad o tal vez sea una gema con brillo propio. En la enfermedad la ficción es la guerra contra la muerte. El deseo de inmortalidad busca la respuesta.

Una, dos y hasta tres batallas victoriosas podrían regalar algo de paz. Pero la historia de la realidad no escapa del único final:  La guerra se pierde, porque la enfermedad es la vida misma. Y toda vida culmina en muerte.


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3 comentarios

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  2. La literatura es considerada una de las siete bellas artes junto con la pintura, arquitectura, cine y teatro. Todas estas tienen el poder de influenciar en las personas tanto de manera directa como indirecta

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