En 1998, Venezuela tenía una capacidad de producción de 3.5 millones de barriles diarios, refinerías impecables y estaciones de servicio modernas y competitivas. Se adelantaba una reforma del negocio gas, con la idea de comenzar a explotar las reservas más importantes de Latinoamérica y convertir al país en una potencia gasífera.

La Apertura Petrolera, a través de novedosos mecanismos contractuales, había abierto la puerta para que las mejores empresas operadoras, y aquellas que les prestan servicios conexos, incrementaran sostenidamente la producción nacional, optimizando mercados cautivos y abriendo nuevos mercados internacionales.
La Faja del Orinoco se perfilaba como un universo en sí misma, capaz de llegar a producir millones barriles en poco tiempo, a través de la conversión de un producto poco atractivo a uno apetecible para los consumidores.

Se diseñó un mecanismo financiero para permitirles a todos los venezolanos convertirse en inversionistas de los proyectos, a través de la compra de papeles transables que podían adquirirse a precios accesibles para la mayoría.
La Petroquímica también iba viento en popa, una ley moderna incentivaba la participación de múltiples actores, capaces de generar empleo y darle riqueza a la nación.

Hoy, se necesita invertir más de diez mil millones de dólares -que no se tienen-, cada año durante dos décadas, para alcanzar el potencial de 1998, las refinerías son cafeteras oxidadas y quemadas, las bombas de gasolina lloran de tristeza, el gas se importa de Colombia, las empresas operadoras y conexas, en su mayoría, se fueron del país, la Faja se achica, nadie puede invertir en proyectos y la Petroquímica muere de abandono y desnutrición.
¿Qué lección se saca de esto? ¿Tiene sentido el Petroestado? ¿Valdrá la pena insistir en este modelo de país? ¿A dónde vamos?
Qué tristeza muere unos de los países más rico de Latinoamérica, en manos de narcoestado.
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