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El Laberinto de la Modernidad en El Proceso y el Lobo Estepario

En El Proceso y el Lobo Estepario ambos personajes protagónicos, Joseph K. y Harry Heller, representan fielmente al hombre moderno, signado por una profunda crisis existencial y una sensación de extrañeza frente al medio ambiente del cual es parte.

Las certezas racionales del período de la Ilustración y la sensación de seguridad generada por la prosperidad económica, que trajo la Industrialización, se desmoronan ante los ojos impávidos de un hombre que debe enfrentar nuevas realidades, y concepciones sobre lo humano que desmontan las bases que sostenían la compresión del mundo.



La inminencia de la Primera Guerra Mundial, en el caso de Kafka, y el surgimiento del Nacional socialismo, en el de Hesse, aunados a los desarrollos sobre el inconsciente llevados a cabo por Freud, los arquetipos de Jung y la Relatividad de Einstein, transforman las certezas en humo, y entonces la duda, la angustia sobre lo incierto, se vuelve una constante que no puede sublimarse tan fácilmente. 

El desmoronamiento de las certezas, obliga al cuestionamiento de la realidad externa, pero también, y esencialmente, a la realidad interna, aquella que se desarrolla en la psique del individuo. 



El fracaso de la armonía social, y la imposibilidad de lograr un consenso en cuanto a las formas de gobierno y la comunidad pacífica entre los seres humanos, ocasionan las guerras. Y el fuego de las mismas, se traduce en la destrucción de cualquier posibilidad de entender la vida con axiomas definitivos y objetivos.

Pero esta destrucción de las certezas, al generar la crisis existencial y la generación de la duda ante todo como constante, produce una sensación de culpa asfixiante, que busca ser canalizada a través de un recorrido por los axiomas de la vida para, a partir de su comprensión, permitir la posibilidad de calmar la angustia y reducir la culpa originada por el divorcio entre las expectativas de la vida y lo que realmente encuentra el individuo a su paso por ella.

Este cuestionamiento produce una crisis existencial profunda, preguntas, sobre todo: sobre la religión, sobre la política, sobre la justicia, sobre el amor, sobre la felicidad, sobre la vida y la muerte, sobre la libertad y la esclavitud, sobre la posibilidad de una vida auténtica y la negación de los parámetros que lo externo establece como norma.



Joseph K, proyecta estos sentimientos a partir de su desencuentro con la justicia. Para K el sistema donde reposa el balance final de la humanidad: la libertad del hombre y la justicia, es un sistema absurdo y corrompido, incapaz de lograr su cometido. Y, en consecuencia, logra todo lo contrario.



Para Kafka, la sociedad está fundamentada en la mentira, en un juego humano de ilusiones, donde nada es lo que parece, y ninguna promesa se cumple.  Al principio de la obra, afirma el narrador sobre K:

Siempre intentaba tomarlo todo a la ligera, creer en lo peor sólo cuando lo peor ya había sucedido, no tomar ninguna previsión para el futuro, ni siquiera cuando existía una amenaza considerable. Aquí, sin embargo, no le parecía lo correcto. Ciertamente, todo se podía considerar una broma, si bien una broma grosera, que sus colegas del banco le gastaban por motivos desconocidos, o tal vez porque precisamente ese día cumplía treinta años.… Por lo demás, K no infravaloraba el peligro de que más tarde se dijera que no aguantaba ninguna broma. Se acordó ––sin que fuera su costumbre aprender de la experiencia–– de un caso insignificante, en el que, a diferencia de sus amigos, se comportó, plenamente consciente, con imprudencia, sin cuidarse de las consecuencias, y fue castigado con el resultado. Eso no debía volver a ocurrir, al menos no esta vez; si era una comedia, seguiría el juego.



La sociedad es una cárcel, un cuarto asfixiante, donde se hace difícil respirar. Durante toda la obra se siente esta incapacidad de respiro y la mentira subyacente en todo lo que se vende como verdad. Por eso es tan importante en El Proceso los pasajes del comerciante (con el cinismo de quien sabe que todo tiene un precio, y que gana quien esté dispuesto a pagar mejor) y el relacionado con el pintor.  K acude al artista para que sea éste quién abogue por él frente a los jueces. La metáfora es perfecta. El pintor dibuja a los jueces, trabaja en sus particulares frivolidades y caprichos y los pinta subjetivamente, al igual que la figura de la Justicia.

La figura que representaba a la justicia quedó de una tonalidad clara, y esa claridad la hacía resaltar, pero apenas recordaba a la diosa de la justicia, aunque tampoco a la de la victoria, más bien se parecía a la diosa de la caza. K se sintió atraído por el trabajo del pintor más de lo que hubiese querido. Al final, sin embargo, se hizo reproches por haber permanecido allí tanto tiempo y no haber emprendido nada en lo referente a su asunto.

Todo es un capricho, una pintura que puede ser una cosa, pero también otra. Y esto produce una sensación asfixiante:

Ahora se daba cuenta K de que todo el tiempo había alimentado la esperanza de que el pintor, o él mismo, se levantaría y abriría la ventana. Estaba incluso preparado para respirar la niebla a todo pulmón. La sensación de estar allí encerrado le produjo un mareo.

K continúa con su búsqueda de alguna explicación, algo que le permita entender de qué se trata el laberinto donde su existencia se encuentra atrapada. 




Las relaciones que establece con las distintas personas que va encontrando a su camino tienen la finalidad de disipar su duda, de encontrarle algún sosiego a su desesperanza.  Sin embargo, no lo logra. El laberinto lo atrapa y lo consume y esto se ve claramente reflejado al final de la obra cuando es asesinado. Se trata de un final deprimente, agresivo y terrorífico:

Del mismo modo en que una luz parpadea, así se abrieron las dos hojas de una ventana. Un hombre, débil y delgado por la altura y la lejanía, se asomó con un impulso y extendió los brazos hacia afuera. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un buen hombre? ¿Alguien que participaba?¿Alguien que quería ayudar? ¿Era sólo una persona? ¿Eran todos? ¿Era ayuda? ¿Había objeciones que se habían olvidado? Seguro que las había. La lógica es inalterable, pero no puede resistir a un hombre que quiere vivir. ¿Dónde estaba el juez al que nunca había visto?¿Dónde estaba el tribunal supremo ante el que nunca había comparecido? Levantó las manos y estiró todos los dedos. Pero las manos de uno de los hombres aferraban ya su garganta, mientras que el otro le clavaba el cuchillo en el corazón, retorciéndolo dos veces. Con ojos vidriosos aún pudo ver cómo, ante él, los dos hombres, mejilla con mejilla, observaban la decisión.

Sus últimas palabras lo dicen todo:

––¡Como a un perro! ––dijo él: era como si la vergüenza debiera sobrevivirle.

Kafka no encuentra una salida del laberinto.  El sistema se devora al hombre.





Por su parte, Hesse manifiesta también su desencuentro con la modernidad, y lo manifiesta a partir de la escisión entre lo racional y lo irracional en el hombre.  La razón, esa ilustración que tenía una respuesta para las preguntas, la simboliza en la figura de Goethe, el gran hombre de la ilustración.

Harry sobre un grabado de Goethe:

Es de suponer que Goethe en la realidad no haya tenido ese aspecto. Esta vanidad y esta noble actitud, esta majestad lanzando amables miradas a los distinguidos circunstantes y bajo la máscara varonil de este mundo de la más encantadora sentimentalidad. Mucho se puede tener ciertamente contra él, también yo tengo a veces muchas cosas contra el viejo lleno de suficiencia, pero representarlo así, no, eso ya es demasiado. Vaya sospecha el enterarse que ese cuadro había sido pintado por la esposa del dueño de casa. Desesperadamente se despidió de los anfitriones y corrió sin dirección por las calles de la ciudad…



Y el lobo estepario, representa lo incierto, aquello que no controla la razón, pero está presente en el hombre y debe abrazarse con un espíritu de aventura. Este espíritu de juego lo simboliza Hesse con los ambientes de jazz, de sensualidad erótica y claramente a partir del mundo mágico, “solo para locos”, del teatro, un baile de máscaras, con diferentes cuartos, representando la personalidad múltiple y la necesidad que tiene el hombre de reconocerse en cada una de ellas. 



El Teatro Mágico es donde Harry Heller experimenta su vida en todas sus dimensiones: el amor frustrado, sus pasiones, sus sentimientos más oscuros, las luces y sombras de su existencia. 

El Teatro Mágico funciona como la salida del laberinto, de ese mundo civilizado que atrapa al hombre en la angustia, la duda y la culpa.  Aquí, hay una suerte de liberación de todo aquello que representa la burguesía y las verdades dadas por un sistema que no logra resolver los grandes problemas existenciales del hombre.  Por eso, todo transcurre en una suerte de baile de máscaras, con una sensación de estar viviendo dentro de un sueño, que tanto recuerda a Calderón de la Barca (“La vida es sueño”) y a Shakespeare (“Sueño de una noche de verano”):

Te has olvidado malamente, has quebrado el humor de mí pequeño teatro y has cometido una felonía; has andado pinchando con puñales y has ensuciado nuestro bonito mundo alegórico con manchas de realidad. Esto no ha estado bien en ti. Es de esperar que lo hayas hecho al menos por celos, cuando nos viste tendidos a Armanda y a mí. A esta figura, desgraciadamente, no has sabido manejarla; creí que habías aprendido mejor el juego. En fin, podrá corregirse. Cogió a Armanda, la cual, entre sus dedos, se achicó al punto hasta convertirse en una figurita del juego, y la guardó en aquel mismo bolsillo del chaleco del que había sacado antes el cigarrillo. Aroma agradable exhalaba el humo dulce y denso; me sentí aligerado y dispuesto adormir un año entero. Oh, lo comprendí todo; comprendí a Pablo, comprendí a Mozart, oí en alguna parte detrás de mí su risa terrible; sabía que estaban en mi bolsillo todas las cien mil figuras del juego de la vida: aniquilado, barruntaba su significación; tenía el propósito de empezar otra vez el juego, de gustar sus tormentos otra vez, de estremecerme de nuevo y recorrer una y muchas veces más el infierno de mi interior. Alguna vez llegaría a saber jugar mejor el juego de las figuras. Alguna vez aprendería a reír. Pablo me estaba esperando. Mozart me estaba esperando…


Al final, la salida del laberinto consiste para Hesse en tomarse la vida con humor y reírse de uno mismo, aceptando esas luces y sombras de una personalidad que tiene muchos colores y formas de representación.



Tanto Kafka como Hesse coinciden en su angustia existencial, en la duda y la culpa de una existencia signada por el desencuentro con la sociedad y sus normas establecidas. En ambos hay una carnavalización.

En El Proceso, los espacios de desacralizan. En la sinagoga se hacen reuniones políticas; en las catacumbas habita la burocracia; la casa del abogado se transforma en un lugar de encuentro erótico con Leni; la catedral es simplemente una obra de arte, fría e impersonal, un edificio abandonado y solitario.

En El Lobo Estepario también vemos la carnavalización. Todo el Teatro Mágico lo es; un carnaval donde todas las máscaras se caen, y solo la risa salva.

Pero Kafka es mucho más obscuro y pesimista que Hesse. En Kaffa no hay salida del laberinto.  K comienza la obra con una sensación de alegría, en los cafés, llevando una vida ligera, hasta que el sistema le cae encima y se lo devora, muriendo como un perro.

Por el contrario, Harry empieza la obra abrazado por sus formalismos de intelectual superior: libros, personajes canónicos, verdades aprendidas por la escuela formal. Pero poco a poco, va dejando que su lobo interno cobre protagonismo y le explique las verdades que la sociedad no le responde.



Y esas verdades lo llevan a un laberinto de búsqueda, cuyo final es la risa, el carnaval, el sueño perenne y el juego, representado por la música de Mozart. 

Ambos autores nos denuncian el fracaso de la Modernidad, el derrumbe de las certezas y el nacimiento de la duda y la culpa existencial. Pero la resolución es diferente.

Mientras Kafka no encuentra salida posible; Hesse nos invita a soñar, jugar y reír, especialmente, reírnos de nosotros mismos.




Nota del autor: Con especial agradecimiento a Alma Añez Uzcátegui






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