Reflexionar sobre este tema es realizar un repaso antropológico de nuestra historia humana, y encontrar coincidencias sorprendentes en todas las civilizaciones, grupos tribales, mitos y religiones. El humano de todos los tiempos ha tenido como elemento común la incertidumbre. La duda constante fundamentada en tres preguntas, todavía incontestadas: De dónde venimos, por qué existimos y a dónde vamos. En el afán de conseguir una respuesta ha surgido el Arte, la ciencia, la filosofía, la literatura y las más disímiles manifestaciones expresivas del descontento: las revoluciones, la política propiamente dicha, el derecho, y todo lo que signifique creación humana.
La duda genera vacío, una región mental que siempre es inefable, lagunar, un abismo profundo que, como diría Nietzsche, si observamos detenidamente, corremos el riesgo de volvernos nosotros mismos ese abismo.
La duda se puede abordar desde diferentes planos volitivos. Se puede confrontar, y entonces comienza la filosofía y la creatividad; o se puede obviar, pero entonces puede surgir la neurosis, ese fantasma reprimido que intentamos acallar, pero como buen espectro, termina acechando y haciendo de su silencio, el más perturbador de los gritos. La duda, el vacío, es precisamente la chispa que en gran medida ha permitido la evolución de la humanidad. A partir de ella, la ciencia se ha adentrado al mundo desconocido y con el desarrollo de la tecnología, ha contribuido a ir disipando algunas interrogantes, lo que a su vez ha creado nuevas y más complejas dudas.
La religión, o más bien, el compendio de creencias desarrolladas para rellenar el espacio vacío que proporciona la ausencia de conocimiento sobre los grandes misterios, ha servido siempre de catalizador de la angustia humana, facilitando la paz espiritual y en cierta forma, también la vida comunitaria.
En la medida que se crea en un más allá y en una figura metafísica, superior al humano, y capaz de evaluar sus acciones y su vida como tal, se crea una brújula moral que permite producir un código individual y colectivo que regula la conducta y facilita cierta adecuación a la existencia. Pero como toda invención humana, las creencias metafísicas adolecen del elemento esencial que implícitamente intentan abordar: la certeza absoluta, la respuesta final. La intuición que tenemos acerca de esa incapacidad de responder con total seguridad a las grandes interrogantes existenciales, genera una duda eterna, que jamás se disipa del todo. Ante esto, algunos optan por entregarse a eso que llaman “la fe”, y con fidelidad espartana cierran los ojos y apagan los oídos ante cualquier acecho fantasmagórico de esa duda terca que no desaparece.
Otros, en cambio, optan por rebelarse y se declaran ateos o, en un intento de ser diplomáticos con su propio universo de creencias, se dicen agnósticos. Los primeros asumen una posición categórica, lo opuesto del creyente que se ha disuelto en su fe con la tranquilidad que le produce el saberse en manos de una entidad superior, que, pese a no tener presencia física, le proporciona paz mental. No importa si esa paz es un efecto placebo, una autosugestión de su propia conciencia temerosa, lo cierto es que hay un efecto práctico, que sirve un propósito valioso: la tranquilidad espiritual.
El ateo, por su parte, busca la paz en su propia existencia, a partir de aquello que observa y vive. Quizás es exitoso en el intento, y entonces se declarará esto o aquello, pero en realidad ese éxito se medirá a partir de su capacidad de haber reducido su angustia gracias a la sustitución de una creencia metafísica por otra material, que tenga el mismo efecto en su psique.
El agnóstico, a su vez, en su escepticismo asumido, pero en su expectativa abierta a la sorpresa y las buenas noticias, también encontrará en esta disposición anímica e intelectual un sentido a su propia existencia. Pero en los tres casos, el elemento común siempre será ese sentido, que en unos tendrá una representación determinada y en otros una diferente. Tanto el creyente, como el ateo y el agnóstico podrán moldear sus vidas a partir del control volitivo de sus angustias.
Es cuando se carece de sentido, que el abismo se apodera de la persona. Este nihilismo circular, esa región inefable que cubre a la persona con su manto totalitario, quizás es el inicio del fracaso existencial. El no encontrarle sentido a nada, es la píldora de la infelicidad y del vacío frío que ataca y mata al alma humana.
El amor, las metas individuales, el compartir un ideal, la creación artística, el trabajo, y tantas otras manifestaciones expresivas de la psique en contacto con la vida, siempre será material útil para darle sentido a la existencia, y, por tanto, la oportunidad al ser humano de salvarse.
En este sentido, el desarrollo de la compasión, la capacidad de perdonarse a sí mismo y al otro, la ilusión por un mejor mañana, son cualidades que el hombre va desarrollando a partir de una convicción: el valor de la vida. En la medida que se encuentre ese valor, a partir del diseño de un sentido existencial, la esperanza se mantendrá viva, como una llama prendida que ilumina la existencia.
Sin ese valor, la vida pierde todo sentido, y entonces la angustia gana la partida y el juego se termina.
Nota:
Sobre este tema del sentido y la compasión, escribí un ensayo sobre William Blake: Link (Enlaces a un sitio externo.) .
Y sobre el sentido existencial, la búsqueda del mismo, este otro: Una senda hacia nuevos amaneceres: Link
La vida se auto valora a si misma, domina al propio ser y lo sobrepone ante todas las cosas, es decir, hace que la persona se sobreponga a pesar de la adversidad que puede presentar la vida para el desarrollo humano, en psicología se llama a eso resiliencia, a nivel humano, pero es notable en todos los seres vivos. Lo contrario a esto vendría a ser patológico.
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Ser o no Ser, esa es la cuestión
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