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Crónica de un corazón agradecido

Son las cuatro de la madrugada. Faltan dos horas para la partida, pero ya estoy listo para la faena. Fueron meses de preparación. Primero: la idea: ¿qué fin persigo?; segundo: la resolución: ¡lo haré!; tercero: la planificación: dieta (en mi caso, la aniquilación de veinte kilos), número de corridas semanales, horas de sueño, equipo (zapatos, hidratantes, etc.); cuarto: tiempo.

El maratón es mucho más que correr 42 kilómetros. Implica un compromiso vital con uno mismo, un reto que involucra lo más íntimo, confrontar limitaciones y tener la disposición anímica de superarlas. 

El cuerpo es sometido a una prueba para la cual no fue diseñado y por ello la mente se rebela para disuadirte. Allí comienza el verdadero trabajo del maratonista: dominio de las emociones y la narrativa que inventamos para justificar nuestra decisión. Esta narrativa es un elemento crucial para el éxito. Cuando el dolor aparece y las sirenas cantan sus canciones de arrepentimiento, el cuento que uno se narra a sí mismo crea la realidad que necesitamos para superar los obstáculos. Esta es una historia que involucra promesas, ideales, valores y recuerdos de personas amadas. 


La organización detrás del evento ayuda bastante en el logro del objetivo. La CAF hizo un trabajo encomiable. Luego de seis años de paréntesis, resucitó con excelencia una actividad que simboliza lo más elevado del espíritu humano. Y esto, en un país sufrido como Venezuela, son antorchas que encienden fuegos de esperanza. 

El maratón se cuela por los aires como un fantasma sanador que visita las calles, sonríe a los edificios y se fusiona con el Ávila, para ofrecernos belleza e ilusión, porque nada es más hermoso que un asfalto que despierta con los sueños materializados de quienes se esfuerzan por ser mejores personas.  

Son las cinco de la mañana y llego al parque Los Caobos guiado por la imponencia del Teatro Teresa Carreño. Me despido de Irene y me uno al grupo de corredores que marcha hacia nuestro destino. Caminamos hacia los casilleros. Allí dejaremos la bolsa anaranjada que contiene ropa limpia, desodorante y demás enseres privados. 

Hace frío y el sol duerme, pero el calor humano se encarga de nivelar la temperatura y prender las luces.

 Encuentro colaboradores en cada esquina, también señalizaciones y baños portátiles. Una de las necesidades primarias de todo corredor es la hidratación. El agua y las bebidas energéticas corren por nuestras venas como la sangre que palpita el corazón. Los baños, por ende, no son decorativos y las largas filas de usuarios urgidos así lo constatan. 

Mi vejiga es agresiva. Furiosa me reclama que no puede esperar. Inspecciono el área y diviso un árbol para calmarla. Mezclando vergüenza con osadía, estoy listo para el desahogo, pero un guardia se acerca y debo disimular. Argumento frente a él, apelando a la solidaridad del género masculino y a la empatía que debería existir con cualquier mortal que haya pasado por una situación similar. Pese a que me precio de buen negociador, mi estrategia fracasa: ¿acaso usted es el que se cala los olores?, pregunta el hombre con tono displicente. Comprendo mi derrota, pero me retiro con ánimo de revancha. Doy una vuelta al perímetro y subo hasta una colinita que me ofrece buen resguardo. Riego las plantas con lo que antaño fue un litro de Gatorade y ya relajado me dirijo hacia el lugar donde se concentran los corredores, esperando el sonido de la partida. 

Veo mi reloj y salta la lucecita roja de la batería. ¡Vaya momento! Meses como compañero fiel y hoy, cuando más lo necesito, me indica que no vivirá el tiempo necesario. Me resigno con la actitud estoica que llevo años cultivando. Sé que cargué la batería durante la noche, pero quizás con algún manotazo sonámbulo frustré la tarea y ahora he de despistar los reproches que no tardan en aparecer.  

Me distraigo con el paisaje. Algunos corredores trotan suavemente para mantener las piernas libres de calambres y con los motores en marcha. Otros afinan sus relojes y programan el repertorio musical que confiesan sus audífonos. A mi izquierda tengo a la maratonista clásica: piernas delgadísimas, estatura modesta, fibra en cada molécula y mirada que expide rayos de concentración. A la derecha, rozo a un corredor que no fue muy exigente con su dieta y que correrá la mitad del maratón, porque si aspirase a completarlo estoy convencido que esas calorías extra se convertirían en un verdugo cruel, hasta mortal. 

Frente a mí están los llamados «corredores élite». Se trata de fenómenos de la naturaleza que aún no logro descifrar. Son seres humanos que nacieron con una genética diferente a la mía. Mientras cuatro horas y media para mí representan una meta exigente, estos individuos corren los 42 kilómetros en apenas dos horas, lo que implica salir corriendo a toda velocidad y mantener ese ritmo de manera constante durante la carrera. Analizar cómo lo hacen es reconocer que existen diferencias humanas infranqueables. No soy Darwin, así que me ahorraré las consideraciones metafísicas respecto a la evolución de las especies. 

Las agujas del reloj se acercan a la hora de la verdad. Se escucha el himno nacional de Venezuela y algunos compatriotas hacen la señal de la cruz, incluyéndome. 

¡Plomo! Arrancamos como los toros en las fiestas de San Fermín. Nos espera una travesía llena de imponderables: ¿tendré calambres?… ¿el estómago se comportará a la altura?… ¿habré escogido bien la marca de los zapatos y las medias?… ¿terminaré en menos de seis horas o llegaré detrás de la ambulancia (o dentro de ella)? … pasamos el puente y llegamos a la Avenida Bolívar, que últimamente tiene unos aires de grandeza que durante años habían estado ausentes. 

En los márgenes de la avenida se concentran los animadores, gente solidaria que comprendió que en un maratón los espectadores son parte esencial de la jornada. Algunos extienden la mano para darte un five o rozar tu brazo, como esperando que la energía del corredor les sirva como inyección de fuerza y optimismo. 


Subimos una cuesta esquivando algunos huecos en el asfalto. Ya he visto varios roedores aplastados por los carros y algunas botellitas de agua rodando peligrosamente. No todos los maratonistas entienden que los desechos deben depositarse en lugares donde no provoquen zancadillas o maniobras equilibristas.  

Mi ritmo está Al giorno. Voy a seis minutos por kilómetro, lo que me garantiza, de mantenerlo constante, que al menos culminaré por debajo del límite exigido de seis horas. Enciendo la música y escucho la voz de Bono. 

U2 me aporta inspiración para inflar el pecho y recordar los motivos que me impulsaron a repetir por sexta vez esta locura. Tenía 25 años cuando corrí el maratón de Boston. Hoy, con 53 a cuestas, emprendo la aventura con ánimo de renacer y comenzar una nueva etapa vital con la sensación juvenil de aquel entonces. El maratón también sirve para eso: recordar que no hay edad para sentirse joven y que cualquier etapa es buena para comenzar de nuevo. 

Todo maratón está lleno de sorpresas y se presta para análisis psicosociales de cierta envergadura. Si uno agudiza la vista, el paisaje ofrece un universo humano que para Freud significaría el mejor banquete intelectual. 

Frente a mí va trotando, con pasitos delicados, un sujeto que tomó la valiente decisión de disfrazarse de conejo. Lleva una colita rosada en medio del trasero y de su cabeza cuelgan gigantes orejas de igual color y bigoticos pintados en el rostro con rímel, acompañados con una nariz de payaso. No soy homofóbico y esta reflexión no debe tomarse por el camino equivocado. Pero opto por cambiarme de canal y pasarlo rápidamente, no sea que su ánimo carnavalesco afecte la seriedad de mi emprendimiento. 


Eso también ocurre en el maratón. Hay ciertos personajes que representan un riesgo para la narrativa épica que con tanto esfuerzo se ha construido en el interior de nuestros cerebros. Fueron meses y meses de entrenamiento. Aquí uno se siente campeón y con fundamento. Pero de repente te pasa, con altivez y soltura, un sujeto cuya barriga evidencia cierta familiaridad con las polarcitas y las parrillas. O ese como el conejo, que se toma a risa lo que para ti es otra cosa. Entonces vienen los cuestionamientos y las amenazas a un ego que no es tan robusto como para soportar este tipo de pruebas y salir ileso. 

Aquí estoy en plena faena

Cierro los ojos y me concentro. Recuerdo mis razones y hago ejercicios mentales para recobrar el espíritu. Lo logro. 

Volteo la mirada y comienzo a pensar en Caracas, la ciudad donde nací y donde he vivido historias de humo, sangre y dolor. Más que una ciudad, Caracas es un monumento de lucha. Sus calles hablan. Sus esquinas lloran. Sus manchas son fósiles enlutados. El maratón también sirve para honrar a los héroes y resucitarlos, así que doy las gracias y continúo. 

Mi reloj reproduce canciones y ahora le toca su turno a Ilan Chester, cuya presencia en mi playlist no es casual. Su música es perfecta para que el sudor y las penas se eleven por los aires para besar a la montaña que decora mi ciudad. 



El Ávila es bello, pero el día del maratón es uno de nuestros aliados más efectivos, transformándose en el comodín que necesitamos para darnos ánimo y enriquecer la faena con la acuarela de Dios. Esos colores, la sensualidad de sus formas, la imponencia de su estética, inspiran a cualquiera, volviéndole poeta. Pocas veces la naturaleza es tan generosa y salvadora de ruinas. 

Ahora toca sobrevivir la recta de El Llanito. Recorrerla es lo más parecido a una travesía por el desierto. A esta hora ya el asfalto ha concentrado la energía solar suficiente para que las plantas de los pies sientan su calor y protesten. Por fortuna, la CAF pensó en todo y lo hizo maravillosamente. En los momentos cumbre, cuando uno está a punto de sucumbir al cansancio y la resignación, aparecen los suministros de agua, gatorade y los gels energizantes. 

Pero no se crean que todo es feliz. También uno se encuentra con el significado del dicho: «quiso hacer una gracia y salió una morisqueta». Voy sintiéndome que llevo una gandola sobre los hombros. Mis pies son sádicos y mi espalda una tortura china. Y justo en el momento menos oportuno escucho a un «animador» regalándome su verbo: dale dale, a este tipo (refiriéndose a mí) se le acabó la gasolina… pero sus palabras, lejos de apagarme, me llenan de la cólera que me sirve de tónico reparador. Recupero fuerzas y continúo la carrera con la espalda más erguida y las rodillas menos comprometidas. 

Con mi prima Mariana Pantin Azpúrua: corredora élite y animadora en el Maratón CAF 2023 (ya que estaba lesionada y no pudo correr).

De repente, en bicicleta, hace su aparición Mariana, mi prima querida, con una bolsita de hielo y las palabras correctas, con ese poder que sólo el amor genuino es capaz de proporcionar. El ánimo que me imprime es invaluable. Gano energía y me preparo para el final. 

Llego a la avenida Francisco de Miranda compartiendo con otro corredor el consenso sobre nuestra chaveta alocada. Correr un maratón sólo lo hace el 1% de la población mundial y la razón de tan bajo porcentaje es recordada por nuestras articulaciones en los últimos kilómetros de la hazaña. Aquí es cuando se apaga el cuerpo y se prende la mente con la luz del espíritu y el sonido del alma. 

Falta poco. Tomo la curva, bajo la pendiente y ahora solo queda la próxima colina y la recta que conduce hasta la meta. 

Me visitan mis mejores aliados: las razones que me motivaron. Y entonces acelero y llego. Me espera una muchacha hermosa, que sonríe mientras me coloca la medalla y otra, igual de bella que su compañera, me regala un sándwich de jamón y queso con un gatorade helado. 

Camino orgulloso y adolorido hacia el parque Los Caobos y observo la fuente. El agua aquí parece la cascada del cielo. 

Elevo la vista, contemplo las nubes…allí, donde flota mi corazón agradecido. 


Finalizada la faena, con mi medalla y el orgullo de haber hecho una buena carrera


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3 comentarios

  1. Juan Carlos,
    Tiempo sin leerte y como he disfrutado este relato del maratón, definitivamente tu fluidez y forma de escribir hacen muy placentera la lectura.
    Además pensé, cuáles serán los pensamientos de mi hijo en cada uno de los maratones que ha hecho…

    Felicidades por ése logro y por tu reciente día de cumpleaños! 🙏🏻🥰

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  2. Si estuviera en mis manos el poder donar, con gusto lo haría. Me encantó su crónica. Siempre lo leo porque me his cómo escribe. Corrí con usted, sentí sus sensaciones. Disfrute el paisaje. Gracias y felicitaciones por la medalla. En qué puesto llego? Perdón por la falta de algunos acentos. Cosas del aparato.

    Le gusta a 1 persona

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