Literatura

Un bully llamado Graciela

Esa frialdad femenina me perturbó. No hizo el mínimo intento por al menos transmitir algún tipo de emoción que protegiera a su víctima del derrumbe. Para ella, lo que tenía de frente no era un ser humano, sino un producto no apto para su negocio. Y no era prostituta.

Cuando salí de aquel bar, caminé por las calles húmedas y oscuras, apenas iluminadas por faroles destellando luces agonizantes. No me apetecía socializar. Me siento así en situaciones en las que me permito reflexionar sobre la condición humana. La chica de los ojos luciferinos que rechazó al gordito simboliza lo que creo que no funciona en el mundo y que nos tiene a todos preguntándonos por el sentido de la vida.

Cuando salí de aquel bar, caminé por las calles húmedas y oscuras, apenas iluminadas por faroles destellando luces agonizantes. No me apetecía socializar. Me siento así en situaciones en las que me permito reflexionar sobre la condición humana.

La chica de los ojos luciferinos que rechazó al gordito simboliza lo que creo que no funciona en el mundo y que nos tiene a todos preguntándonos por el sentido de la vida. Era monumental, hermosísima y muy joven, pero ya tiene impresa en el alma la marca del dólar y la necesidad de conseguirlo a partir de sus artes, que despiertan la imaginación con las posibilidades que avivan deseos juveniles. Su mirada proyectaba una luz incandescente, como llamas del infierno que se asoman por las ventanas del cuerpo, que es instrumento de poder y dominio.

El gordito lo experimentó en carne propia. Al contacto con ella, su autoestima fue derritiéndose con el calor del fuego infernal que paradójicamente emergía del hielo más frío que he palpado en años. Esa frialdad femenina me perturbó. No hizo el mínimo intento por al menos transmitir algún tipo de emoción que protegiera a su víctima del derrumbe. Para ella, lo que tenía de frente no era un ser humano, sino un producto no apto para su negocio. Y no era prostituta.

De haber sido ese el caso, hubiese operado la transacción mercantil en términos donde los sentimientos no fueran elementos a considerar. Lo que yo observé fue otra cosa. La chica era una universitaria deliciosa, vestida con atuendos que no son ropa sino activadores de testosterona y libido. Es claro que estaba en aquel lugar con ánimos de vivir una fiesta costosa, pescando en un río de ansias, cálculos, riesgos y oportunidades. Auto transformada en carnada, la mujer dejó de ser humana y entonces nada humano pudo salir de esos brazos cruzados, esa mirada de hastío y ese rictus altivo salpicando desprecio.

Cuando intentó pescarme a mí ya era tarde para ella. Contemplar la escena donde ignoró al gordito fue suficiente para que su belleza traspasara el túnel mágico que la afeó, convirtiéndola en alguien carente de gracia, incapaz de ser imán de nada distinto al óxido. Y así fue.

A mi salida del bar, cuando la observé sobre las piernas del sujeto que me sustituyó como pez, las manos aventureras de esa presa saldrían de aquellas prendas pecaminosas convertidas en hueso, o quizás derretidas o congeladas, como el amor propio del gordito rechazado.

Camino por estos empedrados y diviso el río que está durmiendo debajo del puente. Las estrellas se sirven de las aguas para contemplarse a sí mismas mientras bailan suavemente. Me asomo en un intento de copiarlas a ellas y que mi reflejo se una a su baile. No lo logro.

En cambio, conquisto el atisbo de un abismo. El líquido está negro, aguas que ya no lo son porque mi mente penetró en sus honduras para que mis lágrimas pasaran desapercibidas. Memorias resucitan, imágenes del pasado se apoderan de mi espíritu para devorarlo. Lo he sentido muchas veces. Esa bestia sólo descansa cuando mi cabeza está perdida entre el ruido del mundo exterior. Pero no ahora.

En mi soledad se activa la máquina del tiempo. No requiere de mayor tecnología. Este dispositivo viajero es mucho más efectivo que cualquiera que haya imaginado H.G. Wells. Mis neuronas se conectan mejor y viajan más rápido.

Ya no tengo cuarenta, sino que abro los ojos en mi juventud. Estoy en una fiesta y me acompañan Jorge y Daniel, mis panas del colegio que fueron cómplices de algunas aventuras inconfesables. A lo lejos hay una muchacha muy bella, que al averiguar nos dicen que se llama Graciela. Jorge se emociona y me comenta que desea sacarla a bailar. Le imprimo ánimos a mi amigo y le doy una cuba libre para apalancarme en el intento.  Le tiemblan las manos y noto que su tez está más pálida que lo usual. Por Jorge abrigaba un cariño especial, desde que siendo niños lo rescaté de una golpiza que le dejó morado y le marcaría para siempre. Su corazón desde entonces no estuvo hecho de cualquier material. Palpitaba al ritmo que causan los recuerdos de puños, burlas y apodos venenosos.

Jorge tiene quince años como yo, pero su alma es vieja y es frágil, porque está arrugada de tanto llorar en silencio.  Se bebe el trago de golpe. Me pregunta usando las palabras de sus inseguridades y le respondo con mis letras mentirosas, que les imprimen a sus ojos un brillo de vida, que segundos antes no tenía. Le doy unas palmadas en la espalda como un coach que saca al jugador de la banca y le incita a meter un gol. Jorge camina con las piernas temblorosas, sus nervios son capaces de hacer vibrar el vaso que me devolvió.

Se acerca a Graciela, tan bella y arreglada como una muñeca de cristal. Noto que la chica observa la aproximación de Jorge con un rostro que para él ha debido ser una película de terror. El rictus, los brazos y la actitud de la muchacha cambian luz por oscuridad. Con la mirada invita a sus amigas, que se le unen para crear juntas la pandilla de la crueldad. Presiento el desenlace.

Camino para detener a Jorge, pero no llego a tiempo. Las chicas se ríen a carcajadas y el grupo crece con la suma de nuevos miembros: Carlos, Pedro y Luis, el trío de futuros mafiosos que hoy son los vampiros que se terminaron de chupar el alma de mi amigo. Fueron segundos que para mí se sintieron como horas.

Arribo al rescate, pero no hay nada que rescatar. Jorge ya no es una persona, sino los escombros de un recuerdo que se desvanece. Intercambio desagrados con el público presente, tomo a mi pana del brazo, me despido de Daniel y lo saco de aquella fiesta, un teatro del terror que apagó las luces de un muchacho que no sobrevivió sus veinte.

La máquina del tiempo me regresa y soy de nuevo un cuarentón parado en un puente y el abismo que contemplo se cierra. Las aguas son otra vez líquidas y el espejo de las estrellas me devuelve la mirada de Jorge. Mis lágrimas ya no se mezclan con el río. Me empapan el rostro y lo enfrían, como la chica del bar, que por fin la puedo bautizar con un nombre: Graciela. 


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